Lo verdaderamente importante presenta: el ser humano, ¿público fantasma?
Hoy el ciudadano de a pie se siente como un espectador sordo en la última fila, alguien que debería estar concentrado en lo que está sucediendo, pero que no puede mantenerse despierto. Sabe que de alguna manera lo que está sucediendo le afecta. Las continuas normas y regulaciones, los impuestos anuales y las guerras le recuerdan, ocasionalmente, la situación de marginalidad que ocupa debido a diversas circunstancias.
Sin embargo, pensar que todos estos asuntos públicos son sus asuntos no resulta convincente. Son en su mayor parte invisibles. Son dirigidos, si es que cae hablar de alguna dirección, en lugares distantes, desde detrás de las bambalinas, por poderes sin nombre. El ciudadano de a pie no sabe con seguridad lo que está sucediendo, quién es el responsable, o dónde está teniendo lugar. Ningún periódico se lo ha contextualizado de forma que pueda entenderlo; ninguna escuela le ha enseñado cómo imaginarlo; sus ideales, con frecuencia, no encuentran encaje; escuchar los discursos, aportar sus opiniones y ejercer el voto no le capacitan, piensa, para el gobierno. Vive en un mundo que no puede ver, no entiende y es incapaz de dirigir.
A la fría luz de la experiencia sabe que su soberanía es una ficción. En teoría reina, pero de hecho no gobierna. La contemplación de sí mismo y sus logros en los asuntos públicos, el contraste de la influencia que ejerce en la realidad con la influencia que se le supone que debe ejercer de acuerdo a la teoría democrática, le lleva a hablar de sus soberanía en los mismos términos que Bismarck hablaba de Napoleón III: "A distancia es algo, pero de cerca no es nada en absoluto". Cuando, durante una agitación de cualquier tipo, pongamos por caso una campaña electoral, se escucha a sí mismo y a otros treinta millones descritos como fuente de toda sabiduría, poder y honradez, la causa primera y la meta última, se rebelan los restos de salud mental que todavía alberga.
Cuando el ciudadano de a pie ha superado la visión romántica del mundo de la política y aya no le conmueven los ecos estériles de sus propios lamentos, cuando se siente sobrio y poco impresionable, su participación en los asuntos públicos se le aparece como una cosa pretenciosa, de segundo orden, una inconsecuencia. Entonces ya no se le puede incitar a la acción con un discurso directo acerca del servicio y el deber cívico, tampoco agitándole una bandera en la cara, ni enviándole un boy scout para hacerle votar. Es un hombre de vuelta a casa después de una cruzada para transformar el mundo en algo que nunca llegó a ser; ha sido tentado demasiado a menudo por el oropel de los acontecimientos, ha visto lo que hay de real en ellos, y con una sonrisa amarga, se ha dado cuenta de que, ciertamente, es un ser alienado.
Esto era lo que decía a principios del siglo pasado el sociólogo Walter Lippmann sobre la ciudadanía de la época, una ciudadanía que, curiosamente (o no), se parece mucho a la nuestra. Una ciudadanía que carece de la motivación de participar activamente en los procesos democráticos que tanto le ha costado alcanzar en los veintiún siglos de historia moderna (a los que hay que contar los siglos del mundo clásico). No debemos olvidarnos de lo que a nuestros antepasados les costó construir el mundo en el que vivimos que, aunque con sus incontables problemas, es mejor que el que ellos tenían. No tiremos por la borda su trabajo y su tesón; tomemos conciencia política, que buena falta nos hace, y caminemos juntos hacia una democracia mejor, hacia un mundo mejor.
Christian A.A.S.